La luna ilumina todo. Redonda y entera se impone en esa inmensidad negruzca que acoge incontables pequeñas luces. ¡Quien diría que esa luz no es de la luna! Su esplendor opaca a las estrellas.
Desde mi ventana puedo ver las gotas de lluvia que recién mojaron el jardín. Pequeños charcos diáfanos brillan en el asfalto. El concierto de un grillo rompe por momentos el silencio de esta noche que ya no es oscura, sino tenue, un poco reservada, gracias a la luna.
Hace frío. Se parece tanto a la noche aquella que caminamos juntos el parque de las esculturas grandes. Yo, con un vestido negro estampado a la rodilla. Llevaba los hombros descubiertos. Y tú, elegante de chaqueta.
Tu mano en la mía no fue suficiente para calmar mis tiritos. ¿Te acuerdas? Mis dientes chocaban entre ellos con insistencia. Entonces, tú, conmigo. Siempre tan solícito. Tus brazos terminaron por cubrirme toda. Parecíamos un solo cuerpo. También había grillos cantando. Los escuchamos hasta que terminamos el camino.
Yo no quería dejar el parque. Me impresionaba como se iluminaba todo, como ahora.
Qué bonito la luna alumbra esta noche fría. Qué luna lejana. Brillante, romántica, secreta.
Otra vez tirito, pero ahora una frazada me sirve de chimenea. ¿Dónde estás tú?
Esa luna tan mía y tan ajena. Tan cerca y tan lejana.
La miro. Se me escapa un suspiro. Te pienso.
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