domingo, 23 de mayo de 2010
La maravillosa idea de salir de casa
A los diecinueve años decidí que era tiempo de formar tienda aparte. Me creía muy madura y capaz de enfrentar al mundo yo solita. Planteé la propuesta a mis padres con la excusa de que no soportaba más viajar todos los días en autobús tres horas, para poder llegar a la universidad. Mi madre se alarmó. Mientras, sin inmutarse, mi padre me preguntó dónde pensaba vivir. Convencerlos resultó más fácil de lo que creía.
Mi hermana y yo encontramos una pequeña morada que sería cómplice de mi aventura en la capital. Poco a poco fui mudando mis cosas. Dejaba atrás mis días de vida rural muy feliz.
Los últimos momentos en casa me dediqué a bromear con todos diciendo que me iban a extrañar tanto que enfermarían de pena. “¿Qué van hacer sin mí?”, decía. Pero realmente era a mí a quien dirigía ese cuestionamiento.
La algarabía me duró pocos meses, creo que la suma no llegó ni a cinco. Era mucha soledad para mí. Y, también, exageradas cosas que debía resolver por mí misma. Yo, que en mi hogar tenía todo resuelto con mamá y papá, esos días de autoexilio fueron un sufrimiento.
Más pronto de lo que todos pensábamos volví a abordar mi autobús y a recorrer conforme 70 kilómetros diariamente con la intención de ser una profesional.
Tres años más tarde, desempolvé mi anhelo de soberanía. Esa vez la experiencia fue mejor y más duradera. Tenía un trabajo que me mantenía muy ocupada. Llegaba a casa tan casada que no existía tiempo para pensar en soledades.
Desde entonces, -exceptuando un periodo que estuve en el extranjero- vivo de lunes a viernes lidiando con la vida metropolitana. Sábados y domingos estoy disfrutando de los mimos de mi mamá.
Vivir fuera de la casa que me vio crecer ha sido una escuela. Cada día enfrento nuevos retos –la mayoría no muy emocionantes- que me han hecho madurar bastante.
De seguro que mis congéneres que también viven esta experiencia saben a qué me refiero. Ya les cuento desde mi vivencia todo lo que pasa una chica independiente, para aquellas que están por lanzarse. Sin ánimos de asustar:
Puedo contar varios aciertos. Por ejemplo, el miedo a las cucarachas está superado, aunque todavía me producen asco. Antes no podía ver ningún tipo de bicho raro. Gritaba a mi papá o a mi hermano para corrieran a socorrerme. Ahora si no las mato yo no hay quien lo haga por mí.
Como no están cerca mamá, papá y demás tutores, he aprendido a ocuparme de mí y ser más responsable. Ocuparme de tener la ropa limpia, prepararme mi comida, organizar mis cosas. También aprendí a ahorrar y a comparar los precios de los productos del supermercado.
La lista de los momentos difíciles es larga. Entre ellos, cómo encontrar solución a una tubería rota o estancada, las averías del sistema eléctrico o la reparación de alguna filtración de la casa. ¿A quién llamar? Es la primera interrogante que me llena de terror. Rezo para que nada se dañe. Soy muy vaga para estar pendiente a esas cosas y lidiar con plomeros, electricistas y demás yerbas aromáticas.
Entre las situaciones que me tientan a abandonar mi misión independentista, está el pago de las facturas. La cuestión no tiene que ver con fondos monetarios (gracias a Dios), es que mi despiste más de una vez me ha hecho pagar mora en la cuenta de la luz. Ayayay, lo siento, es antes no me preocupaba por fechas y todavía no me acostumbro.
A veces me sorprendo preguntándome como carajo se me ocurrió la “maravillosa idea de salir de casa". Específicamente, Cuando cargo las pesadas fundas del supermercado.
“En tu casa no tienes que hacer esto, mijita. Tienes a tu hermano de chofer para llevarte donde quieras”, me susurra la conciencia mortificadora sin éxito, pues sé todo eso es tontería para todo lo que he ganado.
Cuando tengo que dedicarme a una profunda limpieza de mi pequeña cueva (entiéndase lavar paredes, sacudir el polvo, bregar con desinfectante y detergente) es otro dolor de cabeza.
Mi madre me crió enseñándome a realizar todos los quehaceres de la casa. Ella disfruta desempolvar, mover muebles y poner cortinas. Que pena que tanto entusiasmo no logró que en mi creciera una pronunciada vocación doméstica. Eso de fregar y trapear no va conmigo. Esa es una de las cosas que más he sufrido de mi vida autónoma: los quehaceres domésticos. Pero que conste que mi pequeña cueva está lo más limpia posible.
Cuando sales de casa valoras más a la familia. Piensas en lo importante que es saber que cuentas con personas que te quieren, te apoyan y te extrañan cuando estás lejos.
No importa si decides irte y dejarlos, esas personas te comprenden y te dejan las puertas abiertas para cuando quieras regresar porque las cosas te salieron mal o simplemente porque los echabas de menos. No importa cuánto ni cuantos te quieran, hay amores que ningún otro puede suplantar.
No me quejo. Afronto cada reto con valor y lo sobrellevo de la mejor manera posible. Es la ley de la vida que hay que aprender a caminar, caerse y levantarse por uno mismo.
Siempre he creído que puedo con todo, que soy fuerte y valiente. Esta experiencia de vivir independiente me despabila y me hace reconocer mis debilidades –y que no es cierto que puedo con todo jejeje-. La verdad no soy más que una simple mortal que le encanta que su mamá le prepare de comer y que su papá la saque a pasear. Por esta última línea es que cada vez más adoro los fines de semana.
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