Su nombre resaltaba entre los demás correos por leer. La carta empezaba como otras de las que celosa guardaba en su secreto baúl: “Hola, estuve pensándote todo el fin de semana”. Después de leer esa primera frase se detuvo. Hasta ahí nada delataba motivos para preocuparse pero su intuición decía lo contrario. Un escalofrío la estremeció de pies a cabeza. Respiró profundo. Más atenta continuó la lectura y comprobó que, efectivamente, sólo el encabezado era cotidiano. Las líneas siguientes combinaban palabras que jamás imagino leer de ese remitente: “Debo dejarte ir”. La lluvia competía con sus lágrimas. Y la oscuridad de la noche se parecía mucho a la que arropaba su corazón. Cuando afuera escampó, el silencio le trajo calma. Destellos de lucidez interrumpieron su llanto. Alcanzó el secreto baúl. El listón lila también enlazó la última epístola que sumaría a su colección, la que, a su pesar, no terminó como la de Matilde y Neruda.
martes, 21 de septiembre de 2010
Cartas
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