sábado, 23 de enero de 2010
Hay tristeza para todos
Es cierto que falta tanto, pero también se registra abundancia. Sobra lo que nadie quiere. Hay tristeza para todos y dolor para mucho rato. Los ojos no acaban de llorar en Haití. Si hay algo que no cesa, son las lágrimas, que mojan rostros como lluvias la tierra en temporada ciclónica. Llora el que ha perdido todo, le acompaña el que salió ileso.
Todos los males forman un solo desconsuelo que oprime, que agita, que desespera. Parece eterno.
-“¿Qué te pasa Yovanni? El terremoto no afectó tu casa, tu familia está bien. Deja de llorar. En Gonaives apenas se sintió”, le replica un amigo a otro.
¿Y cómo lo logra, si no hay familia? Ni pueblo que acoja ni gente que viva.
Yovanni no llora por él. Se escucha su lamento por los demás: sus paisanos, sus vecinos, su sangre, su cultura, su dignidad herida, su ilusión destruida.
La tristeza alcanza también para repartir a los vienen de fuera, aquellos que no sabían donde quedaba Haití, a los que se enteraron después de la tragedia. Inunda también a los que apenas habían leído ese nombre en los reportes internacionales que le reservaban los primeros lugares en el renglón de pobreza y crisis.
La tristeza sobra en socorristas que dejaron sus tierras seguras para dar su mano a quien lo necesita en medio de los escombros.
Y llegan de todos lados para llorar juntos, pero no sentados, sino de pie, con la pala en mano, a ver si por fin termina la sequía que agrieta a ese país.
Todos los males forman un solo desconsuelo que oprime, que agita, que desespera. Parece eterno.
-“¿Qué te pasa Yovanni? El terremoto no afectó tu casa, tu familia está bien. Deja de llorar. En Gonaives apenas se sintió”, le replica un amigo a otro.
¿Y cómo lo logra, si no hay familia? Ni pueblo que acoja ni gente que viva.
Yovanni no llora por él. Se escucha su lamento por los demás: sus paisanos, sus vecinos, su sangre, su cultura, su dignidad herida, su ilusión destruida.
La tristeza alcanza también para repartir a los vienen de fuera, aquellos que no sabían donde quedaba Haití, a los que se enteraron después de la tragedia. Inunda también a los que apenas habían leído ese nombre en los reportes internacionales que le reservaban los primeros lugares en el renglón de pobreza y crisis.
La tristeza sobra en socorristas que dejaron sus tierras seguras para dar su mano a quien lo necesita en medio de los escombros.
Y llegan de todos lados para llorar juntos, pero no sentados, sino de pie, con la pala en mano, a ver si por fin termina la sequía que agrieta a ese país.
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