jueves, 16 de octubre de 2008

Catástrofe inminente

Al mediodía presentí que algo estaba por suceder. Un acontecimiento que definitivamente no sería motivo de alegría. De eso estaba súper segura. Lo podía oler, ver, escuchar, saborear y casi palpar.
Siempre se me revuelven las hormonas esos días del mes, pero jamás pensé que la noche de ese quince de octubre las consecuencias serían tan funestas y reescribiría ese capítulo de decepción amorosa en mi vida.
Era una fría y gris mañana de otoño, como esas que amanecen en Sevilla luego de pasar tres días de lluvia. Un poco de bruma, un poco de sol y tardes calurosas.
Me levanté remolona a las 9:30 de la mañana. Me dí un relajante baño de agua caliente y un masaje con jabón de manzanilla. Desayuné una tostada con yogurt antes de salir, como cada día de lunes a viernes, a trabajar.
Todo iba bien hasta que a eso de la una de la tarde me enteré de la usual visita. A medida que avanzaban los minutos una extraña alegría me invadía y cualquier cosa para mí era motivo de risa. También me preocupaba porque sabía que no era normal y eso me inquietaba más. Sabía que otras veces situaciones similares me trajeron consecuencias trágicas.
Ansiosa y exaltada me pasé la tarde, deseando que mis presentimientos fueran falsa alarma.
Cuando por fin terminaba mi jornada y creía que podía salvarme del desastre que presagiaba desde que me enteré de la llegada del huésped mensual, recibo un mensaje de texto en mi móvil: “No me diga que no a una cervecita luego”.
Era él. Siempre él, con sus mensajes tan originales. Tenía esa capacidad de hacerme sentir tan bien con su compañía. Disfrutaba nuestras amenas conversaciones y esos encuentros sin la más mera pretensión de que nuestra particular relación fuera algo más que una amistad. Sinceramente, no buscaba nada más que escuchar y hablar. Que si el periódico, que si la familia, que si Santo Domingo es bonito, lo que me gusta de España, de los proyectos pendientes, que si me voy o me quedo… Había mil temas y al final unos cuantos besitos.
Pude decir que no a esa convocatoria y correr a refugiarme en casa hasta que las hormonas acabaran la fiesta, porque estaba advertida de que algo iba a pasar. Sin embargo, más pudo la curiosidad que la sensatez.
Aunque suene a intención de excusarme, la verdad es que habían pasado 17 días desde la última cervecita juntos. Hasta ese miércoles no hubo ni una llamada ni una invitación, y ya las ganas por un reencuentro eran incontenibles.
“Trato hecho”, respondí como autómata.
Ignorante, iba feliz a ser víctima del desastre.
Luego de una tapa de solomillo de la casa, salmorejo y un par de cervecitas, bueno, tres –una yo y dos él-, escuché la misma versión que la vida me había expresado otras veces. “Eres una chica estupenda y me gustas mucho”- ¡upss! esa frase me trajo a la realidad. Justo cuando estaba en medio del desastre sin manera de volver atrás-.
Me abandoné en la silla resignada. “Te lo ganaste, por obviar las señales de advertencia”, me repetía insistentemente con la boca cerrada y los ojos clavados en el rostro de mi interlocutor.
Sabía que cuando se pronuncian esas frases algo trágico está por suceder porque son cosas que en una pareja que va bien no es necesario aclarar.
“Pero, -prosiguió él- debo confesarte que llegaste a mi vida en un momento en que estaba pasando por una crisis con mi pareja y ahora estamos intentando volver”. Y agregó: “Te lo digo porque entre nosotros han pasado cosas”.
¿Pareja? Ni idea tenía yo de que tenía pareja. Nunca pregunté y tampoco él lo comentó.
Tuve ganas de decir que aunque él me caía bien, de mi parte nunca hubo intención de alimentar otra relación que no fuera amistad.
No puedo negar que muchas cosas de él me atraían y el trato que me dispensaba me gustaba, pero en el fondo tenía claro que no íbamos a llegar a ninguna parte. Cosas que intuyo.
Prefería que fuéramos amigos, que los encuentros para conversar no tuvieran final, que aunque faltaran unos cuantos besitos en las citas, no se quedaran las cervecitas y los mil temas.
“Gracias por tu sinceridad”, fue lo único que atiné a responder mientras él me miraba como esperando una reacción de enojo y reproches.
Esas son de las cosas que hacen que me pelee con ella, me enfada que la vida se empeñe en repetir capítulos nada gratos. En volver a narrar historias que jamás debieron escribirse.
En otra ocasión esas revelaciones quizás me hubieran afectado de forma distinta. Pero con las hormonas fuera de lugar nada encaja.
Me acordé de otro chico que me repitió esas mismas palabras. La diferencia es que de ese sí estaba enamorada cuando antes de “pero” pronuncio “eres una chica estupenda y me gustas mucho”.
Por eso, cuando subí a mi habitación y rememoré ese fatídico momento que creía olvidado, lloré, lloré y volví a llorar como una desgraciada sin familia. Lloré por horas hasta que olvidé la razón que provocó mi llanto. Después lloré con más intensidad porque desconocía los motivos de mi amargura.
Entonces me dolían los ojos de tanto estrujarlos para secar las lágrimas. Como ya no podía más -me encontraba sin fuerzas y desorientada-, un reflejo de lucidez por fin dijo presente.
Para completar el desastre que me regala la visita, empiezo a reírme de mi actitud de las últimas tres (¿o cuatro?) horas. Me río al recordar la cara fúnebre que tenía él mientras hacía su confesión. Me río de la expresión de shock que seguramente habría puesto yo cuando me enteré de tal revelación. Me río inconteniblemente. Vuelvo a ser feliz.
Sí lo sé, es una locura, desequilibrio total. Creo que mejor me enclaustro esos días...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Escribes mil veces mejor cuando hablas de ti misma.
Bicos